"El mundo era tan reciente,
que muchas cosas carecían de nombre,
y para mencionarlas
había que señalarlas con el dedo."
100 Años...

lunes, 25 de diciembre de 2017

IRA DEL HOMBRE


   Roma no era sólo una ciudad sino también una experiencia profundamente anhelada. No era una simple circunstancia histórica y social, sino también una estructura que servía de instrumento de salvación. Era el triunfo del hombre al cabo de una larga brega, porque era el triunfo de la vida en el recinto amurallado.
   Lo importante y lo más evidente de la ciudad eran las murallas. Ellas separaban a la especie humana de todo un pasado de miedos y espantos originales. En cierto modo separaban la ciudad de la anticiudad. En la ciudad se refugiaban una humanidad cabal, vigente y racional. En la anticiudad, en cambio, estaban los miedos originales encarnados en el rayo, el relámpago y el trueno y, detrás, la ira de dios. Adentro se daba la vida, aunque sometida a límites y concretada en moral y conducta. Afuera estaba la otra vida sumergida en el azar de lo fasto y nefasto, el maíz y la maleza y todo ello mezclado con una muerte inoportuna e imprevista. El ciudadano, en cambio, tenía su muerte prevista. Afuera era cosa de morir a la intemperie, expuesto al capricho de la ira. Pero en la ciudad se ganaba la seguridad de que eso no iba a ocurrir. Claro que se trataba de una seguridad material y, por tanto, superficial, en la que no entraba la intimidad y la plegaria, sino el médico o el Estado. Por eso la religión se desvincula de su dios y se convierte en una forma de conducta, confiada a los dioses menores que son las profesiones. Los técnicos reemplazan paulatinamente a los sacerdotes.



AMÉRICA PROFUNDA
Rodolfo Kusch










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